Desde el comienzo de los tiempos, hasta los confines de la existencia, no hay nada nuevo que merezca la pena. Todo es un equilibrio indiferente, que se subordina a la complejidad tempo-espacial. Es decir, el bien y el mal son entes paralelos, muy en el fondo semejantes, que se entienden y se complementan a través de un odio mutuo. Ni lo real ni lo espiritual cambian de estados sino que conforman un estado absoluto. Por lo mismo, y siguiendo una lógica universal, nuestro movimiento poético es una mancha absorbente y disidente. A los rangos o niveles mediáticos del medio les decimos: ¡basta!, y al medio más grande, que es la discriminación, le planteamos su ruina.
Lo único que puede aportar el manifiesto del movimiento Mancha, al Gran Manifiesto Solemne, es una inquebrantable anarquía y un deseable utopismo. Doblegamos la ataraxia para coordinar los estados agitados de la creación poética hasta nuestros días. Nos desligamos de cualquier legalidad o legitimación que nos procure la supervivencia. Nuestro fin, como el fin de la apariencia, es la muerte del binomio forma-contenido. Y las formas que expresamos como ciertas son mérito de todo lo que existe desde el comienzo de los tiempos. Así, lo que domina nuestro pensamiento es la comunión de todos los esfuerzos progresivos. Y si el odio, visible a través de los actos violentos, es un acto de simpatía por lo rebelde, no es el daño que ocasiona sino su revelación lo que nos impulsa a actuar como grupo.
¿Revelación de qué tipo? El universo es inconsciente y amoral, porque sus leyes son absolutas y en niveles de complejidad sin límites. Lo que gobierna en cada cosa y en todas a la vez, es decir, lo que mantiene un equilibrio cósmico, es una virtual asepsia de razón. Lo natural es artificial para el hombre, porque el hombre piensa más de lo que comprende. Si las leyes humanas no fueran humanas sino universales, entonces, no habría necesidad de morir ni de nacer, y la poesía sería parte de las selvas, del bosque, del océano o de las estrellas, invisible y compleja, más que formal, dominada por una belleza palpable.
La revelación, que se alcanza a través de los esfuerzos físicos, es la virtud del ciego y del profeta. Nosotros, sin embargo, no nos consideramos profetas, pero sí entes de revelación. Más parecidos a la materia oscura, con un entendimiento líquido y sujeto a la totalidad. La revelación que traemos a los poetas es la conformación de un Universo Salvaje que no requiere de reglas ni versa en la cotidianidad. Más allá de lo individual-egoísta, está nuestra tendencia a extender la religancia superior del acuerdo. Y el “acuerdo” no es estar conformes con lo existente, no es una parálisis; es comprender y aceptar las diferencias que nos elevan al nivel de dédalos victoriosos, es una cláusula de libertad de movimiento.
Somos cada uno y somos todos, nuestra comuna es la independencia. Nuestro augurio es la disidencia. Nuestro tótem es el progreso de las densidades; la intimidad que prospera en la profundidad, al abrigo de la sombra. Carecemos de miedo y el riesgo nos propina una bofetada que nos alivia de otros dolores mayores. Así, el riesgo es nuestra virtud. No somos sentimentales ni mártires, el sinsentido es el rasgo característico del monstruoso orden. No toleramos la razón fundadora que ordena nuestro tiempo a una necesidad histórica. No creemos más en la historia ni creemos en el tiempo como una línea continua. Existimos en tiempos perpendiculares, cicatrizando las heridas que se han abierto en la piel de un leviatán deificado. Hemos superado los discursos de juventud y nos hemos apropiado de los ideales maduros de todos los hombres, cobijados por la solemnidad propia de cualquier responsabilidad, lanzándonos al vacío junto con nuestras sombras para morir y existir, apáticos a las necesidades vanales que aquejan a los merolicos.
Somos la máquina blindada del caos. Los ojos fulgentes de un rostro montañoso. La marabunta que arrasa la naciente oquedad. Siglo XXI, que es tiempo de la impertinencia líquida, nuestro destino manifiesto, que se opone sin más a la relojería barata, cotidiana, de los burocratizados: moléculas averiadas que se creen perfectas; poetrastos que viven a expensas de la necesidad material y curricular.
Somos el arma que apunta contra la multitud. Mirada y golpe contra los bastardos criogénicos. La bala nos podrá matar pero estaremos matando la apariencia. Vivimos para morir y morimos para morir sin trascender. Nuestra fuerza es el corto circuito impaciente. Mirada y golpe contra la placa dorada. Mirada y golpe contra el navío que domina la estética salvaje del horizonte.
Somos MANCHAS de todas las cosas, sin teoría, mutilados para la eternidad, alaridos montaraces que nacieron para sobrevivir fuera. Traemos en nuestra espalda el peso de los discordantes, del lumpen poético que murió subtitulado. A las orillas de algún río quisimos cambiar el curso de las aguas pero, al margen del deseo, hicimos estallar la razón fundadora de las sustancias, y el agua, que era una comunidad de hidrógeno y oxígeno, navegó al pensamiento convertida en relámpago.
Calaveras, fantasmas de las ciudades, vagamos cuando la noche es un reino de luces privadas, miramos a nuestro alrededor, nos tomamos de las manos y nos vamos arrastrando los pies, castañeando los huesos, intrusos en la pulcritud de las verdades fundacionales de los mitos poéticos. Entre una época y otra, seguimos siendo pólvora y filos; seguimos la hora, a la altura del infinito, inmemoriales, de cortarnos las venas y morir.
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(Enero 2003), redactado a mano por Madame Calavera, Meme Rocha y Marcelo Pizza, en la ciudad de México.
Cfr. Novena Ex Machina Vol. 1